Garbanzos, religión y hummus de supermercado

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Un alimento económico, saciante y con muchas posibilidades culinaria.

En casi cualquier despensa que se tercie, y sin ser muy determinantes las creencias o clase social de quien la regente, existe un lugar destinado a unas legumbres pequeñitas, pálidas y duras como canicas que, al contacto prolongado con el agua durante la noche, se revolucionan como Gremlins y gozan de una especie de transformación matutina y mágica, un boost de hidratación –en lenguaje de cosmética facial– que los duplica en tamaño y los convierte en un alimento digerible.

Los garbanzos, denominados «cara de halcón» en Egipto hace miles de años por su fisionomía, llevan en nuestras vidas varios siglos y posiblemente nunca nos hayamos preguntado cuál es su origen o por qué su uso en España es tan común. De hecho, aunque la mayoría de nuestras abuelas no estuvieran familiarizadas con el hummus –ahora replicado de cualquier manera en los supermercados–, la versatilidad del garbanzo en la cocina actual es envidiable: potajes, ensaladas, dips, hamburguesas, harinas… Un alimento económico, saciante y con muchas posibilidades culinarias para incorporar en una dieta rica y saludable.

La domesticación del garbanzo como cultivo para consumo humano se remonta a 7500 años atrás en las ciudades de Hacilar y Catal Hüyük, en la península de Anatolia (Turquía). Desde entonces, esta legumbre se ha ido expandiendo hacia Asia oriental, el norte de África y el mar Mediterráneo, llegando a España de la manos de los cartagineses, eternos rivales de los romanos y quizá uno de los motivos por el que en Roma aborrecieran este alimento, satirizándolo incluso en la comedia de Plauto mediante el personaje Pultafagónides, un esclavo cartaginés bobalicón que comía garbanzos hasta reventar. También se rumorea que Marco Tulio Cicerón debía su apellido al nombre de esta legumbre en latín, cicer arietinum, por la semejanza con la verruga que tenía en la nariz, y autores más recientes como Alejandro Dumas, Benito Pérez Galdós o Julio Camba tampoco dudaron en desprestigiarla. Su buena acogida en la península Ibérica se la debemos en gran parte a los judíos sefardíes, que adoptaron el garbanzo como parte esencial de su gastronomía, de su ADN, y lo preparaban en una olla de barro con carne de cordero; un cocido típico del sabbat que era conocido como adafina, íntimamente relacionado con nuestro potaje de vigilia, elaborado con espinacas y bacalao y servido tradicionalmente los viernes de Cuaresma.

La influencia de la cocina sefardí en la gastronomía española también se ve reflejada en platos como el gazpachuelo, el puchero o los garbanzos con acelgas, todos ellos recogidos por la autora Hélène Jawhara Piñer en su libro Sefardí. En particular, los garbanzos con acelgas aparecen en recetarios de autoras como Simone Ortega, Carmen Verdaguer, Yotam Ottolenghi, José Andrés o la estadounidense Alison Roman, con alguna modificación pero manteniendo los dos ingredientes principales. Por desgracia y el régimen autoritario de los Reyes Católicos, la buena convivencia en la península terminó en 1492 con la expulsión de los judíos o la opción de convertirse al cristianismo, lo que supuso el fin de esta sinergia cultural.

Los garbanzos, mientras tanto, nos recuerdan que no todo es tan nuestro como creemos, que acreditar y trazar el origen de las recetas es esencial para reconocer la identidad e influencia de otros pueblos y que, por favor, el hummus de supermercado y el casero no son lo mismo.


Por Carmen Badía

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