Un dorayaki de Doraemon tenía un olor y un sabor imaginado

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En la gastronomía hay un idioma universal, un acercarse primero, un fijar lugares en el recuerdo…

El tiempo se mide bien en la costumbre, pero se hace añicos en la novedad. Inventar la novedad es profesión del novelero. ¿Hay algo más novelero que encontrarte un cuenco de ramen en unos dibujos animados manga y querer probarlo automáticamente? Recuerdo muy bien querer espinacas en bote como Popeye, nada de ramas vigorosas o espinacas congeladas, recuerdo querer un pan con manteca como los mineros de Germinal o una pizza con peperoni (antes nunca había oído hablar de peperoni) de las tortugas ninja.

Esa novelería hace que se fijen las cosas para siempre, cada uno de nosotros tendría un recetario inmenso de lo que va descubriendo en series, películas o libros, así, según vaya su vida. Pero hay algo que añade un atractivo genial en el novelero que es la comida en la distancia, la comida de culturas diferentes: extraños bollitos rellenos, cuencos con sopas o dulces hechos de frutas imposibles. En la gastronomía hay un idioma universal, un acercarse primero, un fijar lugares en el recuerdo; hay dibujos animados cuya simple sintonía te acerca a las galletas de chocolate, al batido, al dónut, a aquel lugar de la infancia que sigue estando ahí, fijado, inmutable, con los ojos perplejos de descubrir un mundo y de inventar otro. Un dorayaki de Doraemon tenía un olor y un sabor imaginado, probemos cómo sabe la realidad frente a lo inventado.

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